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miércoles, 24 de septiembre de 2014

“Soy hija del sufrimiento”

Una mujer transexual narra su agonía desde que fue expulsada de su hogar en plena adolescencia

(Esta historia es la segunda parte de “Identidades invisibles”, serie de ELNUEVODIA.COM sobre la lucha de la comunidad transexual y transgénero).
En un concurrido restaurante de San Juan, ella se presenta sin removerse las gafas y con el cabello cubriéndole casi todo el rostro. “Digamos que soy Karla, con ‘K’”, indica y así deja claro que ha pensado muy bien el asunto de proteger su identidad.
Aunque cautelosa, Karla también puede ser directa en sus expresiones. Dice rechazar los titubeos, pero se detiene a pensar antes de contestar alguna pregunta que podría delatar demasiado sobre su personalidad. Devela contradicciones y no las rechaza porque, según explica, reflejan los conflictos que ha experimentado a lo largo de sus 34 años.
Es la primera entrevista que ofrece y tiene interés de contar sus luchas y sufrimientos, pero elige hacerlo en un lugar tan público para un momento tan íntimo. “Me niego a vivir escondida y quiero un buen café”, justifica, aunque luego, realmente, sólo toma agua. Le tiemblan las piernas, mas tiene las manos firmes. Pasa 15 minutos hablando sobre la belleza de las flores que vio en la entrada y, de pronto, antes de que llegue el mesero, interrumpe su propio planteamiento para revelar el dato más privado de su vida.
“Vamos al grano: Soy una mujer transexual”, señala.
La palabra “transexual” vira varias cabezas en el restaurante, pero parece que Karla no se da cuenta de que ahora la observan de arriba abajo, o quizás ya está acostumbrada y decide ignorarlo. Al menos cinco personas dejan de comer y, al rato, algunos abandonan sus sillas y desalojan el lugar. Los que se quedan la miran de reojo. Parece que quieren escuchar.
“Lo lamento, podemos conversar en un sitio menos público”, sugiero.
“Trato de no hacerles mucho caso”, responde con un tono más bajo y voz entrecortada. Inmediatamente después, dos lágrimas le alcanzan los labios y entonces se entiende el motivo de las gafas.
¿Te enfrentas a esto todos los días?
“Todos los días desde que tenía 12 años, cuando me equivoqué pensando que era gay. Hoy sé que soy una mujer transexual, que no tiene nada que ver con mi orientación sexual. La gente no comprende lo que soy y por eso me he convertido en una hija del dolor. Soy una hija del sufrimiento, pero me niego a vivir con miedo”.
¿No sientes miedo?
“Me gusta pensar que no vivo con miedo, pero la verdad es que tengo terror. A veces, cuando salgo a la calle, temo que me agredan, que me usen para satisfacer la urgencia y necesidad de sentir superioridad y control”.
¿Te han atacado?
“(Suspira). Sí. Me violaron luego de que me salí de la escuela a los 16 años. Abandoné mis estudios porque, yo tratando de encontrarme y de estar en paz conmigo, empecé a ponerme ropa de mujer. Un día me cogieron en el ‘parking’ y unos compañeros me dieron con un palo y me escupieron. A esa edad supe que hay gente muy mala en este mundo porque, más tarde, recuerdo que… (pausa otra vez)”.
¿Qué recuerdas?
“Todavía me afecta. Estaba viviendo en un lugar bien pobre del área metro (no especifica dónde). Tuve que salir a la tiendita que había cerca para comprar algo y, cuando menos me lo espero, dos hombres me halan por el pelo y me tiran a un callejón. Era de noche. Tenía falda y me rompieron la ropa interior y me lo hicieron. Me gritaban: ‘Esto te pasa, puñ…, por ser una mierda’. Yo trataba de defenderme, pero me enterraban una cuchilla cada vez que gritaba. Me dieron por muerta. Vivo porque me hice la muerta. Es la primera vez que cuento esto”.
¿Nunca reportaste el crimen a las autoridades?
“No podía ser humillada nuevamente. La humillación es tanta que no quise exponerme a más agonía. Tampoco los vi (a los agresores). Sólo sé que no parecían del área porque tenían ropa cara y fina. Creo que me habían seguido”.
¿Qué rol asumió tu familia en todo este proceso?
“No hablo con ellos desde que tengo 17 años. Me botaron de la casa cuando les dije que soy nena. No olvido que mi madre me miró a los ojos y me contestó: ‘Siento vergüenza. Vete y no vuelvas’. Nunca volví”.
¿Has tratado de restablecer una relación con ellos?
“Me dicen que mi padre no me quiere ver. Mi madre murió hace dos años”.
¿Hay algo que quisieras decirle a tu padre?
“Quiero decirle que todos los días me enfrento al rechazo, pero que ninguno me dolió más que el de mi propia familia. Le diría que me han golpeado, violado, cortado la cara, escupido y desprestigiado en la calle, pero que todavía duele más el rechazo de mi propia sangre. Le diría que no quisiera ser una mujer transexual porque el sufrimiento es demasiado grande, pero que yo no lo puede evitar… Antes de mi transición, yo era un desastre mayor”.
¿Por qué eras un “desastre mayor”?
“Porque, antes de mi transición, yo casi no podía dormir. Comer no era prioridad para mí. Mi necesidad mayor era encontrar una forma de sentirme mejor porque yo sentía que no podía vivir siendo (viéndome físicamente) hombre. Cuando sí lograba dormir, terminaba despertándome sin poder respirar y con desesperación. Era una gran incomprensión. Yo sé que era más difícil que otros me comprendieran cuando ni yo misma me comprendía. Fue una etapa bien dura para mí. No se la deseo a nadie, ni a mi peor enemigo”.
Pero el hecho de que la gente no te comprenda no justifica que te maltraten o te humillen. ¿Cuál es tu mayor reclamo?
“Yo quiero que me entiendan, que me respeten, que me traten igual. Quiero que, por lo menos, la gente trate de entender”.
Justo después de pronunciar el verbo “entender”, un hombre que parecía escuchar la conversación se levanta de su asiento en aquel restaurante de San Juan. Se acerca a nuestra mesa. Tratamos de ignorarlo. Karla todavía tiene mucho que contar.
“Estás molestándonos a todos aquí y creo que ya es hora de que te vayas. Ya hiciste bastante show”, le dice el señor a la persona que estaba confesando lo mucho que ha sufrido por culpa del prejuicio, el mismo estigma que amenazaba nuevamente su tranquilidad y su dignidad.
Trato de llamar al gerente de forma inmediata, pero Karla me detiene levantando su mano, que ahora tiembla sin control.
“Creo que ya me voy”, insiste, casi susurrando.
Incrédulo, trato de entender lo que está ocurriendo y cuestiono al hombre en busca de una explicación coherente y justa que nunca llegó. Sin embargo, mientras trato de exponer mi argumento, Karla se ha ido. Corro hacia ella y, una vez afuera, levanta la cabeza. Todavía tiene gafas.
“Espero que cuentes mi historia, pero ya me tengo que ir”, me comenta.
Y se fue. Nunca vi sus ojos.

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