Más peligrosa que la desconfianza de algunas
feministas ante los hombres por la igualdad es el
enamoramiento acrítico de la novedad histórica
que representan, porque olvida la capacidad que tienen las relaciones de poder
para cambiar y reproducirse.
El Patriarcado se remonta a los orígenes de la
civilización occidental. Es un sistema de organización social que naturaliza las
desigualdades de poder entre hombres y mujeres, logra que estas desigualdades
parezcan ser de interés general incluso para las mujeres, y es lo bastante
flexible como para integrar relaciones más equitativas sin dejar de perpetuarse.
Aunque el sexismo es anterior al capitalismo, este último separó las esferas
pública y privada y logró que las mujeres trabajasen para los hombres, reproduciendo
dentro de los hogares el esquema capitalista. Es lo que llevó a Flora Tristán a
decir —en el siglo XIX— que «la mujer es
la proletaria del proletariado», y nos obliga a estudiar la relación
entre Patriarcado y Capitalismo.
Uno de los grandes obstáculos que han encontrado
las reivindicaciones de las mujeres ha sido la resistencia de los hombres a
priorizar estas reivindicaciones y a que ocuparan un lugar destacado en el
esfuerzo por acabar con el conjunto de las desigualdades que hay que combatir
para lograr una sociedad más igualitaria. Todas las experiencias
revolucionarias nos han enseñado que las desigualdades que padecen las mujeres
no se han acaban con el fin del capitalismo y de la propiedad privada,
porque los hombres no han dejado de seguir
interesados en mantener la subordinación de las mujeres.
Por eso es lógico que se disparen las alarmas
cada vez que se sugiere que las reivindicaciones feministas pueden desviarnos
de objetivos más urgentes o importantes, o que se consideren demandas
sectoriales, porque con esto se está sugiriendo también que podemos crear los
lazos de solidaridad necesarios para transformar la sociedad sin cuestionar la
supremacía masculina.
El feminismo es la vanguardia que ha luchado
incansablemente en la calle y en las organizaciones mixtas (partidos, sindicatos...)
para que se asuma la batalla contra el Patriarcado. Es, junto al resto de
sujetos y colectivos oprimidos por el Patriarcado, un actor imprescindible, si
es que queremos lograr el cambio radical que reivindicamos, en la lucha contra
el sistema de dominación múltiple que padecemos.
Las feministas han conseguido que algunos
varones nos cuestionemos la complicidad masculina en el disfrute de los privilegios
que nos concede el sistema, y que tratemos de vencer la indiferencia del resto
de los varones ante el padecimiento de las mujeres y del resto de los colectivos
oprimidos por el sexismo. Pero algunas no acaban de creerse que haya hombres — socializados
para ejercer el rol dominante— que puedan llegar a ser feministas; sostienen,
con razón, que declararnos en contra de las desigualdades no nos convierte en
igualitarios, de la misma forma que nuestra disposición a renunciar a los
privilegios masculinos tampoco nos impide disfrutar de
muchos de esos privilegios en la vida cotidiana.
Pese a sus reticencias y a nuestras
contradicciones, la existencia de los hombres por la igualdad (antisexistas, antipatriarcales…)
contribuye a demostrar que la división en el colectivo masculino está
creciendo: una parte de los hombres combaten las desigualdades que sostienen
sus privilegios, al tiempo que sirven de ejemplo de que es posible el cambio de
los hombres; ejemplo para el resto de los varones y para las feministas que
reclaman a sus compañeros —de vida, partido, sindicato…— que abandonen la apatía
cómplice que mantienen ante sus reivindicaciones.
En nuestra corta historia hemos hecho algo más
que reproducir con voz de hombre el discurso de las feministas. En temas como
las violencias de género, la sexualidad, los derechos reproductivos, los cuidados
o la educación, hemos hecho algunas aportaciones a los argumentos feministas
tradicionales que sirven para animar a los hombres al cambio. La más discutida
ha sido mostrar los costes de la masculinidad porque, pese a ser importantes,
al exponerlos podemos relativizar los privilegios masculinos u olvidarnos de
que la prioridad es combatir los problemas de quienes más sufren el sexismo; si
hacemos esto, estaríamos más cerca del cinismo que del feminismo.
Debemos estar abiertos a las críticas, ser
autocríticos y recordar que los hombres blancos, heterosexuales y de nivel sociocultural
alto disfrutan de más privilegios. Para ser convincentes hemos de ser
coherentes en lo público y en lo privado — especialmente en el reparto de lo
doméstico—, y debemos esforzarnos por tejer las complicidades que nos permitan
sumar fuerzas para alcanzar el cambio social anhelado.
José Ángel Lozoya
Gómez
Miembro del Foro y de
la Red de hombres por la igualdad
1 comentario:
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