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lunes, 20 de abril de 2009

La soledad de Yolanda

¿Cómo es posible que la transexual detenida por los Mossos lleve tres décadas con su labor clandestina?

Esa punzante soledad! Pienso precisamente en ello, en su probable y aterradora soledad, mientras va tejiendo tímidamente su relato, poco acostumbrada a la ficticia rutilancia de un plató de televisión. Se llama Yolanda Terol, nació en los tiempos en que su cuerpo no era un error, sino un tremendo pecado, y tuvo que proyectar su transformación de hombre a mujer, con la misma marginalidad con la que estuvo condenada a vivir.

Su amiga Justine Abellán explica, con tremenda lucidez, la "normalidad" del caso de Yolanda, tan parecido al de otras muchas transexuales. Al fin y al cabo, en esos tiempos negados para personas como ellas, su vida sólo podía transcurrir por las esquinas de la clandestinidad. Querían tener un físico de mujer, ellas que eran mujeres con cuerpo masculino, pero no había médicos dispuestos a ayudarlas -oficialmente-, ni hospitales que las operaran, ni leyes que las protegieran, ni administraciones que las entendieran. Por eso iniciaron los caminos de las casas clandestinas, los viajes a las oscuras Casablancas, las citas en los salones de personas tan marginadas como ellas, que les cobraban barato el alto precio de su sueño. Cuando el pecho ulcerado de Yolanda tuvo que ser extirpado, víctima de la silicona líquida que Marisol le inyectó, a 50.000 pesetas el frasco, su cuerpo ya había vivido un largo peregrinaje. Las recetas de las amigas, alguna operación en París, las hormonas que llegaban desde Suiza, dulcificando lentamente sus formas varoniles. Caminaban todas ellas al límite, metiéndose de todo lo posible, con la única esperanza de conseguir un cuerpo de mujer. A veces, la silicona líquida inyectada en las nalgas les bajaba hasta los tobillos y dormían con los pies alzados, para volver a ponerla en su lugar, si lo conseguían. Dolores agudos, miedos, lesiones crónicas… La sociedad no las veía para ayudarlas en su lucha, invisibles en su soledad, pero las veía para despreciarlas, insultarlas, usarlas, negarlas… Y así, en esos tiempos donde ser transexual era vivir en la sordidez de los márgenes, aparecieron personas como Marisol, que ofrecían sus escasos conocimientos, el rincón de su casa y su material de veterinario, como pasaporte para la felicidad. Todo barato. Todo a escondidas. Les pregunto, desde Els Matins de TV3, cómo es posible que Marisol, la transexual detenida por los Mossos por atentar contra la salud pública, lleve casi tres décadas perpetrando su carnicería, conocida por todos, en el mismo piso de siempre, incluso "con la misma jeringuilla -dice Yolanda- con la que me pinchó a mí, hace veinte años". ¿Nadie la ha denunciado? Ellas mismas, ¿no pensaban denunciarla? "Todas éramos marginales. También lo era ella", dice Justine. Incluso Marisol ayudó a muchas transexuales, cuando el sida hizo estragos entre el colectivo. A quién iban a denunciar, con qué pruebas, con qué papeles, para qué, si todas se trataban y se operaban en los mismos rincones sórdidos. Todo lo que hacía referencia a la transexualidad era opaco, y en la opacidad se hermanaban jeringuillas de veterinario, hormonas antibaby y silicona líquida. Una silla, un par de guantazos como anestesia, y la silicona hacía surgir pechos allí donde sólo había tendones. Ahora que la transexualidad ha ido encontrando su lugar al sol y ha empezado a gozar de sus derechos civiles, Marisol ya no las pincha a ellas, pero ha encontrado otro colectivo al límite, que busca sus servicios baratos, sin conocer los altos riesgos que asumen: jóvenes prostitutas llegadas del África subsahariana, de Sudamérica, del Este europeo, deseosas de tener su herramienta de trabajo, su cuerpo, algo más deseable. Durante algún tiempo, lo consiguen, después llega el desastre. Es así como Marisol ha ido continuando su labor clandestina, inyectando la silicona líquida durante treinta años, saltando de marginalidad en marginalidad, reinando allí donde escasean los recursos y abundan los sueños. Víctima y verdugo, sobreviviendo a escondidas, en los rotos de la sociedad.

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