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sábado, 13 de febrero de 2010

VEJEZ TRANS - Por Kim Pérez

Un querido amigo y compañero me invita a escribir sobre la vejez de los y las transexuales.
Lo hago con mucho gusto; ahora que estoy entrando en ella, es una de las preocupaciones básicas y de los miedos que más ocupan mis pensamientos.
Y sin embargo, es un privilegio. Por lo que sé de nuestras compañeras travestis latinoamericanas, su medio, su sociedad, algunos aspectos de la cultura que les dejamos, les lleva muchas veces a perder su vida en plena juventud.
Las compañeras de Quito tienen la costumbre, cada noche, antes de salir a la calle, de hacer una cruz en la loseta de la acera; no es para que no las maten, es para no tener miedo a la muerte.
Si pensáramos en ellas cada mañana, desaparecería nuestro miedo a la vejez. Es verdad que, todavía, la mayor parte de las veces, la vejez significa un riesgo fuerte de decrepitud, esa enfermedad que no es la vejez misma, que entumece o agarrota los cuerpos y disuelve las mentes, que nos puede llevar a las residencias y a la indefensión ante cualquier mal trato de personas más jóvenes e impacientes. Pero eso no es la vejez, sino la decrepitud, esa enfermedad que puede darse o no darse.
Sin embargo, hablemos de la vejez, haciendo esta distinción básica entre quienes hemos cumplido el derecho de tener días y días, hasta llegar a la vejez y quienes no lo ven cumplido y están ahora mismo, viviendo con ansia su juventud, y deseando seguir viviéndola, y llegar a la madurez, y gozar de la belleza de la vida. ¡Que ojalá lo consigan!
Primero, que es posible llegar a la vejez extrema en buenas condiciones. El otro día conocí a un señor que tiene noventa y tres años y con el que da gusto hablar, con su memoria intacta y el cuerpo sano. Será todavía excepcional, no lo sé, pero es posible envejecer de esta manera.
Lo segundo, que hay vejeces ejemplares. En mi juventud, conocí a una pintora alemana, Gabriela Bergmann, que había sido periodista y había empezado a pintar al jubilarse. Pintaba muy bien, con mucho talento, unos cuadritos informales, que hacían pensar en paisajes con luz del crepúsculo, con una técnica particular.
Vivía cerca de Granada, en una casita con jardín del pueblecito de Huétor Vega, y tuvo que trasladarse a un piso de la calle Granados, cuando tenía más de ochenta años. Lo visité un día, para conocerlo, y me quedé asombrada de que, con su edad, había tenido ánimos para amueblarlo y con un estilo muy juvenil.
Desde entonces, quise acordarme de Gabriela cada vez que me diera miedo la vejez.
Vivía con fuerza cada día, independientemente del número de días que le quedara por vivir, y de las condiciones en que estuviera.
Este modelo de vida consiste en darle prioridad a la conciencia, a la voluntad, por encima de las arrugas del cuerpo.
Se hace algo que gusta o que se debe hacer, mientras se pueda, mientras haya fuerzas, incluso cuando la memoria se vaya disolviendo; mientras se pueda; que la muerte o la demencia nos encuentre trabajando.
Ésta es la importancia del activismo, que las y los trans tenemos al alcance de la mano: hacer algo por nuestras compañeras y compañeros, mientras la vida de trans siga siendo difícil; hacerlo mientras podamos, lo que podamos.
Al fin y al cabo, es sólo aplicar la regla de oro: “Haz por los otros lo que quisieras que hicieran por ti”. El egoísmo, que nos encierra en nosotros mismos, resulta que es un error, porque nos hace que nos cerremos a nosotros mismos las puertas de la vida. No es fácil recordarlo siempre, pero es preciso recordarlo.
Es posible incluso practicar un activismo sobre la vejez trans, que tiene algunas propiedades especiales.
La más temible, compartida por muchas, muchas personas (heteros, gays, lesbianas) es la soledad. Sabemos de sobra que ni siquiera tener hijos es una garantía de compañía, pero en el caso concreto de las trans, cuando no nos hemos casado ni tenemos hijos, es que la soledad va pareciendo nuestro destino seguro.
Pero quizá nuestra transexualidad tenga ventajas, que es posible aprovechar. Tenemos elementos comunes muy importantes. Experiencias parecidas, marginación, valentía, muchas cosas. ¿No es posible constituir familias que compartan vivienda, peleas y cariños desde la juventud, como en Quito? ¿No es posible formar amistades, con gente trans o gente gay o lesbiana, como podemos hacer en cualquier parte del mundo y, llegado el momento, con prudencia, porque la convivencia es muy difícil, ensayar el compartir gastos y vivienda?
¡No estoy hablando de parejas, que es lo más complicado de lo más complicado, estoy hablando de familias de amigas y amigos, de gente que se lleve bien hasta el punto de tú en tu cuarto y yo en el mío o hasta de tú en tu casa y yo en la mía! La soledad, casi milagrosamente, se disuelve.
Llegados a este punto, ¿que es preciso sumirse en la enfermedad, la invalidez, la demencia, abandonar incluso a los amigos, que nos metan en un hospital geriátrico? Pues nos sumiremos. El dolor de la vida humana es nuestro compañero fiel y lo es con un carácter terrible muchas veces. No hay más que mirar un telediario, abrir un periódico, para estremecerse con las posibilidades diferentísimas de sufrimiento humano alrededor de nosotros.
Los chuzos caen de punta por todas partes, es una lluvia de lanzas sobre la multitud, que atraviesan aquí a una persona, allí a otra. ¿Por qué no nos tocaría a nosotros?
Lo único que podemos aportar es nuestra actitud, ¡La cabeza siempre alta, mientras podamos! ¡Siempre resistiendo, mientras nos queden fuerzas! ¡Y a ser posible, tomando una mano, dándole fuerzas, recibiéndola, sonriéndole! ¡Sumergiéndonos orgullosamente, bellamente, en la oscuridad!

Kim Pérez (árticulo escrito en exclusiva para el Diario Digital Transexual)

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