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domingo, 7 de febrero de 2010

Un alma en tránsito

Alma Catira quiere que el Estado reconozca su identidad de género. Su peregrinaje para construirse como mujer transexual

Alma Catira es una mujer en tránsito. Antes, mucho antes de que dejara de representar con torpeza al hombre que jamás sería y diera la bienvenida a la joven indomable que resultó ser, intuía que cualquier camino que tomara hacia su identidad sería un peligroso desfiladero. Y en eso está, atravesándolo, levantándose cada vez que se cae. A los 40 años y tras dedicar 30 años a pelearse consigo misma, no quiere perder un minuto más en el viaje sin retorno a su destino transexual.Eligió “Alma” para desagraviar a la mujer que mantuvo prisionera durante décadas. Y “Catira” por la protagonista de un culebrón venezolano que veía, extasiada y a escondidas, a los 12 años. Alma Catira Sánchez; ése es el nombre que quiere que el Estado reconozca, por el cual presentó, en 2008, un recurso de amparo ante el Juzgado Nacional en lo Civil Nº 82. Una vez que obtenga el fallo, que suele demorar dos años y al que descuenta será favorable, irá por el cambio de DNI. “Pero la plenitud recién llegará cuando logre la reasignación de sexo y la feminización corporal”, dice.

Alma se retrotrae al inicio de su largo peregrinaje para llegar a ser “una mujer común y corriente”. El primer paso que dio, hace diez años, la llevó al cura de Santa Rosa del Río Primero, un pueblo agrario y conservador de 8.500 almas –ni una sola como la suya–, ubicado a 90 kilómetros al noreste de la ciudad de Córdoba. “¿Qué debo hacer para ser varón?”, vomitó. Sin respuestas, el religioso la derivó a un médico, que le recomendó una psicóloga, que le sugirió una sexóloga. Iba y venía de Santa Rosa a la capital mediterránea, pero su tratamiento no tomó rumbo hasta que la especialista la conminó: “Si seguís así, te vas a morir. Dejá de jugar al varón que no podés ser y aceptate como la mujer trans que sos”. Se aceptó. Descolgó el título de licenciado en Ciencias Políticas de la Universidad Católica de Córdoba, carrera que cursó mientras fue “un varón disminuido”. Se atrevió a Buenos Aires.

A fines de 2007, un psicodiagnóstico realizado por una especialista de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) certificó su transexualidad. Le costó 600 pesos. Aunque no tuvo –como tampoco tiene hoy– un mango, se consideró afortunada: en el ámbito privado, ese estudio ronda los 3.500 pesos. El diagnóstico de la también conocida disforia de género o síndrome de Harry Benjamin es un requisito ineludible para iniciar un juicio de reconocimiento de identidad de género. Alma apenas pudo pagar hasta ahora 500 de los 2.000 pesos que le salió el escrito. No sin vergüenza, confía en cancelar la deuda con los puchitos de dinero que va arrimando a su abogada.

En simultáneo al amparo, por el cual debió someterse a nuevos peritajes psicológicos y psiquiátricos, aunque no corporales como la mayoría de sus amigas, ingresó al programa de atención a travestis, transexuales, transgéneros e intersexuales que brinda el hospital Durand junto a la CHA. Se somete a un seguimiento psiquiátrico bimensual y a uno endócrino cada mes. Su protocolo de “hormonización” incluye la ingesta de Diane 35, un bloqueador de testosterona, y Trial gel, estrógenos que aplica sobre brazos y glúteos. Un rito diario que insume 200 pesos al mes. En depilación láser, para barrer el vello que resiste los estrógenos, lleva gastados otros 1.500 pesos. Los solventa su hermano mayor y cura. “Superó los prejuicios y las admoniciones de la Iglesia. Me ayuda porque sabe lo difícil que es pelear la vida sin caer en la prostitución”, cuenta.

Pero su travesía aún tiene altas cumbres por delante. Dolorosas y liberadoras cumbres: las cirugías. La vaginoplastia –la creación de una vagina a partir de la piel de su pene– se la practicarán en el Durand una vez que la Justicia reconozca su identidad de género. “Sin autorización judicial, está considerada una mutilación y los médicos pueden enfrentar un proceso penal”, se resigna Alma. Lo que aguarda con ansiedad es la respuesta de su hermano acerca de si podrá costearle o no los implantes mamarios y una liposucción de abdomen. “Me piden 12.000 pesos”, revela.

Como el protocolo oficial no incluye la feminización facial y los hospitales públicos hacen una cirugía plástica por vez, Alma Catira se dispuso a madrugar las veces que hagan falta para lograr un turno. “La rinoplastia recién me la harán en 2011 en el Argerich. Me queda por ir al Ramos Megía, al Clínicas y al Instituto del Quemado para achicar orejas, afinar mentón y levantar cejas”. No tiene otra chance que los tiempos morosos –y muchas veces transfóbicos– de la salud pública.

Calcula en unos imposibles 30.000 pesos hacerse todas las operaciones que requiere para adecuar su sexo biológico a su identidad de género. Y aun si tuviera ese dinero, si por esas vueltas de la vida hubiera nacido en cuna de oro y no como la segunda de tres hermanos de un hogar austero, si hubiera tenido las mismas oportunidades que acaso tienen los profesionales heterosexuales, “tampoco podría asemejarme del todo a una mujer biológica”, señala. Y agrega: “No es lo mismo empezar la hormonización a los 40 que en la adolescencia. Sé que los efectos en mí serán muchos más acotados. Pero llegaré a todo lo que esté en condiciones de llegar”. El tono es grave, duro, pero suena lejos de la infelicidad.

Transitar para Alma también es desandar caminos. Es que para construirse como mujer trans debe deconstruir al varón que se autoimpuso. Por estos días, está contenta de haberse quitado las ataduras y mostrar sin complejos su gestualidad. Exagera sus mohínes y muestra las fotos que le sacaron recitando poemas en un festival de arte trans. “Me veo más mujer”, confiesa.

Sus gestos son refinados, como los de señorita de buena familia, pero todavía esquiva la mirada y agacha la cabeza. Son las cicatrices de tantas ofensas. “Usaba los recreos del colegio para ver cómo hablaban y se reían los varones”, recuerda. La imitación era pésima y no la libraba de burlas y golpizas. “Uno de los primeros recuerdos que tengo es mi mamá diciéndome ‘degenerado’ a los tres años. No sabía qué significaba, pero sonaba espantoso”.

Con todo, aprovecha al máximo esta revancha. Se siente a sus anchas en las clases de Trabajo Social, su segunda licenciatura, que estudia en la Universidad de las Madres. No ve la hora volcar lo que aprendió en una repartición pública u organización de base. Sueña a su papá mirándola comprensivamente y ya no ofuscado y denigrándola. En breve, empezará a ensayar una obra de teatro en la que hará de chico trans. Y los chistes que publica en El Teje, la revista travesti del Centro Cultural Ricardo Rojas, tienen una legión de seguidores. Mucho para quien soñaba con ser apenas “una chica común y corriente”. Pero lo bueno de las travesías es que siempre sorprenden. Y Alma Catira aprendió el valor de cada paso.

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