
Cuando conocí a Roberto (debió ser a primeros del año 2006) me contó un detalle que no recordé hasta que se celebró el juicio cuando oí declarar a dos de sus vecinas. El debía tener unos 19 años y me pareció un niño grande. Taciturno y apocado, me contó que estaba muy dolido porque sus amigas no querían llamarle Roberto y se dirigían a él siempre en femenino. Ahora se a quien se refería. Estaba enfadado y aunque le dijimos que debía hablar seriamente con ellas o dejar de verlas él solo decía una cosa: ¡son mis amigas!. Sus amigas, sus vecinos, sus familiares, sus compañeros... Roberto era un muchacho transexual, joven y lleno de vida, deseoso de que se le reconociera.
¿Qué razón había para tanta violencia, tanto ensañamiento? ¿Qué razón para tanto silencio de vecinos y allegados? Las asesinas de Roberto dijeron que Roberto merecía ser castigado y golpeado, que cuando se le miraba a la cara sólo daban ganas de pegarle. ¿Acaso sus vecinos, de una forma casi inconsciente, también pensaban que se lo merecía? ¿Acaso sus parientes y allegados también lo creían en lo más recóndito de sus conciencias? ¿Es posible que él mismo también creyera que no merecía otra cosa? Quizás no fue eso sino miedo, torpeza, indecisión… Quizás esto, o todo, o más… Quizás Roberto no está muerto y un trocito de él está en cada uno de nosotros deseando gritar: soy, estoy, existo…
Silencio es lo que ha rodeado el asesinato de Roberto. Silencio durante el tiempo que fue humillado, vejado, secuestrado, golpeado. Silencio durante los dos años que han transcurrido desde su asesinato. Silencio en su tumba bajo una lápida cuyo nombre está hueco.
Quizás es hora de romper el silencio y devolverle el único sonido que podemos: su nombre…….. ¡ROBERTO!
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