El pasillo estaba a oscuras. Eran las 10.45 de la mañana cuando el juez de guardia, la secretaria y la médico forense entraron en la habitación en la que se hallaba el cadáver de Roberto, el dueño de la casa. Para iluminar la estancia, llena de basura, levantaron como pudieron la persiana, que estaba destrozada. Una mujer que compartía piso con la víctima, una tal Dolores Reyes, observaba la escena desde el quicio de la puerta. Con mucha calma le preguntó al agente número 60.383 si ella podía seguir viviendo allí. Los presentes, que fotografiaban el cadáver, se dieron la vuelta horrorizados por la frialdad con la que hablaba.
El martirio de Roberto acabó así un primero de septiembre de 2007, aunque había empezado de manera inesperada un año antes. Roberto era entonces un chico transexual de 25 años que había nacido con el nombre de Concepción. Sus padres, un matrimonio mayor y de pueblo que lo había adoptado al nacer, acababan de morir. Callado y tímido, Roberto frecuentaba con su novia Yolanda los bares de Chueca, en el centro de Madrid. Por allí coincidió con Dolores, una vieja amiga del colegio.
La situación de Dolores era entonces lamentable: se alojaba con una compañera, Ainhoa, en una chabola a las afueras de la ciudad. Vivían de rapiñar en las basuras cercanas a los supermercados y de la chatarra que recogían. Roberto les propuso a las mujeres que se quedasen a vivir un tiempo en su casa de la calle de la Isla de Arosa, hasta que encontrasen algo mejor.
Roberto vivía en conflicto consigo mismo desde su nacimiento. No quería ser mujer, se sentía un hombre. "No es fácil que a los nueve años te pongan un vestido de comunión de niña o tengas que ir siempre por ahí con efectivo porque no quieres ver la cara que pone el de la tienda al ver tu DNI", cuenta Fran, un amigo de Roberto. Se conocieron en Hombre Transexual, la asociación a la que ambos pertenecían. A pesar de que Roberto tenía el aspecto de un chico robusto, corpulento, según su documentación se llamaba Concepción, Conchi para mayor sufrimiento, un nombre que detestaba con todas sus ganas. "El tiempo que todo el mundo utiliza para formarse, las personas transexuales lo gastamos en encontrar nuestra verdadera identidad", añade Fran, un hombre transexual con perilla que no quiere que se especifique su profesión. La de Roberto era vigilante de seguridad, un oficio que ofrece soledad y discreción. Lejos del escrutinio de la gente, de las miradas indiscretas.
Roberto acababa de comenzar el proceso de administrarse hormonas cuando las mujeres terminaron de instalarse en su casa. La convivencia fue mal desde el principio. Todos vivían del dinero que había heredado Roberto. Yolanda, su novia, no aguantaba a las nuevas inquilinas y acabó marchándose. Roberto y las chicas pasaban los primeros días bebiendo sangría y jugando a las máquinas tragaperras en un bar cercano, como se explicó en el juicio que se celebró contra la pareja de mujeres. Pero al llegar a casa no paraban de oírse golpes y gritos. Los vecinos se escandalizaron desde el principio. Una noche los golpes fueron especialmente intensos. Al día siguiente, una vecina se cruzó con los tres en el rellano de la escalera y al ver a Roberto con el ojo morado le preguntó qué demonios le había pasado. "Le han pegado en una discoteca", zanjó Dolores. El chico bajó la mirada sin decir nada.
Los porrazos fueron a más. Cada noche peor. Roberto pidió a las mujeres que se fuesen de su piso, e incluso les ofreció una casa que también había heredado en un pueblo de Guadalajara. Se negaron.
Días después Roberto quedó con su tía a comer y ella lo vio deteriorado. Estaba más flaco. Le contó que las chicas se habían atrincherado en su casa. "Déjame que vaya yo y me encargue de ellas", le dijo la tía. Le contestó que no. Quería ocuparse él mismo.
Las amigas de Roberto también empezaron a preocuparse. Le llamaban a casa y al móvil, pero nunca contestaba. Siempre se ponía al teléfono Dolores. La pareja llegó a cambiar incluso la cerradura de la puerta sin darle una copia de las llaves a él.
Se convirtió en costumbre meterle a Roberto la cabeza bajo el agua de la bañera hasta que se pusiese azul. Con el móvil, le grabaron desnudo mientras le afeitaban el vello que le había nacido con las hormonas que se administraba. Le amenazaban con prostituirle, arreglarle un matrimonio de conveniencia, y a sabiendas de que odiaba su condición de mujer, le pasearon en minifalda, top y unas sandalias de tacón. Aquello horrorizó a todo el que lo vio por la calle.
Los residentes del bloque estaban alarmados. A mediados de abril avisaron a la Policía Municipal. Roberto deambulaba hecho un guiñapo, siempre acompañado por las dos mujeres, mirando al suelo, sin saludar a los vecinos de toda la vida. Un agente local escribió en un informe que Roberto llevaba meses sin pagar la comunidad. Además comprobó que Dolores ejercía un dominio sobre él que anulaba su voluntad. "Se solicita la intervención de los servicios sociales", concluyó el policía, "para que lo liberen de esta situación antes de que sea tarde". Eso nunca llegó a suceder.
Los muebles fueron desapareciendo de la casa poco a poco. Se desmontó hasta el aluminio de las ventanas. Un chatarrero con una furgoneta se fue llevando los trastos. Dolores guardaba en un bolso pulseras, anillos y pendientes de oro que encontraba en los cajones. Lo vendió todo a una casa de empeño. Por esa época, en un cuaderno de anillas, las mujeres escribieron en una hoja en blanco que "Concepción González", como le llamaban con desprecio, les autorizaba a vivir en su casa hasta que consiguiesen una vivienda propia. Lo siguiente fue hacerle firmar que les regalaba su piso por las deudas ficticias que había contraído con ellas.
Una mañana se llevaron a Roberto a una inmobiliaria. El comercial quedó impresionado por la estampa de la extraña familia que quería hacer el negocio. Al llegar a casa colgaron del balcón un cartel de "se vende". El trabajador de la inmobiliaria, semanas después, visitó la vivienda con el anticipo de un posible comprador, pero no pudo dárselo a Roberto porque, según una de las dos mujeres, estaba "indispuesto". Acabó dándoselo a ella.
El chico perdió 40 kilos en estos meses. La noche del 29 de agosto de 2007 le pegaron con tal brutalidad en la cabeza que falleció días después. Roberto sufrió 72 horas de agonía tirado en un colchón sobre el suelo. Cuando llegaron los agentes y el juez sustituto, las dos mujeres no paraban de preguntar si se verían obligadas a dejar el piso. Esgrimían en la mano el cuaderno de anillas. Una vez en comisaría, Dolores le preguntó, sin pestañear, relajada, de nuevo al agente 60.383: "Si hubiera llamado a un médico, ¿se hubiese salvado?".
El juicio contra Ainhoa Nogales y Dolores Reyes se celebró el pasado febrero en la Audiencia Provincial de Madrid; el relato de los hechos heló la sangre de todos los asistentes a la vista. Fueron condenadas a 18 años de cárcel, acusadas de asesinato, atentado contra la integridad moral, coacciones y extorsión. Sin embargo, la memoria de Roberto, el vigilante de seguridad solitario, no ha quedado del todo reparada. En la sección 15 del Cementerio Sur de Madrid, su féretro yace bajo esta lápida: "Concepción González Onrubia 14-12-1981/1-9-2007". El nombre que tanto le hizo sufrir.
La situación de Dolores era entonces lamentable: se alojaba con una compañera, Ainhoa, en una chabola a las afueras de la ciudad. Vivían de rapiñar en las basuras cercanas a los supermercados y de la chatarra que recogían. Roberto les propuso a las mujeres que se quedasen a vivir un tiempo en su casa de la calle de la Isla de Arosa, hasta que encontrasen algo mejor.
Roberto vivía en conflicto consigo mismo desde su nacimiento. No quería ser mujer, se sentía un hombre. "No es fácil que a los nueve años te pongan un vestido de comunión de niña o tengas que ir siempre por ahí con efectivo porque no quieres ver la cara que pone el de la tienda al ver tu DNI", cuenta Fran, un amigo de Roberto. Se conocieron en Hombre Transexual, la asociación a la que ambos pertenecían. A pesar de que Roberto tenía el aspecto de un chico robusto, corpulento, según su documentación se llamaba Concepción, Conchi para mayor sufrimiento, un nombre que detestaba con todas sus ganas. "El tiempo que todo el mundo utiliza para formarse, las personas transexuales lo gastamos en encontrar nuestra verdadera identidad", añade Fran, un hombre transexual con perilla que no quiere que se especifique su profesión. La de Roberto era vigilante de seguridad, un oficio que ofrece soledad y discreción. Lejos del escrutinio de la gente, de las miradas indiscretas.
Roberto acababa de comenzar el proceso de administrarse hormonas cuando las mujeres terminaron de instalarse en su casa. La convivencia fue mal desde el principio. Todos vivían del dinero que había heredado Roberto. Yolanda, su novia, no aguantaba a las nuevas inquilinas y acabó marchándose. Roberto y las chicas pasaban los primeros días bebiendo sangría y jugando a las máquinas tragaperras en un bar cercano, como se explicó en el juicio que se celebró contra la pareja de mujeres. Pero al llegar a casa no paraban de oírse golpes y gritos. Los vecinos se escandalizaron desde el principio. Una noche los golpes fueron especialmente intensos. Al día siguiente, una vecina se cruzó con los tres en el rellano de la escalera y al ver a Roberto con el ojo morado le preguntó qué demonios le había pasado. "Le han pegado en una discoteca", zanjó Dolores. El chico bajó la mirada sin decir nada.
Los porrazos fueron a más. Cada noche peor. Roberto pidió a las mujeres que se fuesen de su piso, e incluso les ofreció una casa que también había heredado en un pueblo de Guadalajara. Se negaron.
Días después Roberto quedó con su tía a comer y ella lo vio deteriorado. Estaba más flaco. Le contó que las chicas se habían atrincherado en su casa. "Déjame que vaya yo y me encargue de ellas", le dijo la tía. Le contestó que no. Quería ocuparse él mismo.
Las amigas de Roberto también empezaron a preocuparse. Le llamaban a casa y al móvil, pero nunca contestaba. Siempre se ponía al teléfono Dolores. La pareja llegó a cambiar incluso la cerradura de la puerta sin darle una copia de las llaves a él.
Se convirtió en costumbre meterle a Roberto la cabeza bajo el agua de la bañera hasta que se pusiese azul. Con el móvil, le grabaron desnudo mientras le afeitaban el vello que le había nacido con las hormonas que se administraba. Le amenazaban con prostituirle, arreglarle un matrimonio de conveniencia, y a sabiendas de que odiaba su condición de mujer, le pasearon en minifalda, top y unas sandalias de tacón. Aquello horrorizó a todo el que lo vio por la calle.
Los residentes del bloque estaban alarmados. A mediados de abril avisaron a la Policía Municipal. Roberto deambulaba hecho un guiñapo, siempre acompañado por las dos mujeres, mirando al suelo, sin saludar a los vecinos de toda la vida. Un agente local escribió en un informe que Roberto llevaba meses sin pagar la comunidad. Además comprobó que Dolores ejercía un dominio sobre él que anulaba su voluntad. "Se solicita la intervención de los servicios sociales", concluyó el policía, "para que lo liberen de esta situación antes de que sea tarde". Eso nunca llegó a suceder.
Los muebles fueron desapareciendo de la casa poco a poco. Se desmontó hasta el aluminio de las ventanas. Un chatarrero con una furgoneta se fue llevando los trastos. Dolores guardaba en un bolso pulseras, anillos y pendientes de oro que encontraba en los cajones. Lo vendió todo a una casa de empeño. Por esa época, en un cuaderno de anillas, las mujeres escribieron en una hoja en blanco que "Concepción González", como le llamaban con desprecio, les autorizaba a vivir en su casa hasta que consiguiesen una vivienda propia. Lo siguiente fue hacerle firmar que les regalaba su piso por las deudas ficticias que había contraído con ellas.
Una mañana se llevaron a Roberto a una inmobiliaria. El comercial quedó impresionado por la estampa de la extraña familia que quería hacer el negocio. Al llegar a casa colgaron del balcón un cartel de "se vende". El trabajador de la inmobiliaria, semanas después, visitó la vivienda con el anticipo de un posible comprador, pero no pudo dárselo a Roberto porque, según una de las dos mujeres, estaba "indispuesto". Acabó dándoselo a ella.
El chico perdió 40 kilos en estos meses. La noche del 29 de agosto de 2007 le pegaron con tal brutalidad en la cabeza que falleció días después. Roberto sufrió 72 horas de agonía tirado en un colchón sobre el suelo. Cuando llegaron los agentes y el juez sustituto, las dos mujeres no paraban de preguntar si se verían obligadas a dejar el piso. Esgrimían en la mano el cuaderno de anillas. Una vez en comisaría, Dolores le preguntó, sin pestañear, relajada, de nuevo al agente 60.383: "Si hubiera llamado a un médico, ¿se hubiese salvado?".
El juicio contra Ainhoa Nogales y Dolores Reyes se celebró el pasado febrero en la Audiencia Provincial de Madrid; el relato de los hechos heló la sangre de todos los asistentes a la vista. Fueron condenadas a 18 años de cárcel, acusadas de asesinato, atentado contra la integridad moral, coacciones y extorsión. Sin embargo, la memoria de Roberto, el vigilante de seguridad solitario, no ha quedado del todo reparada. En la sección 15 del Cementerio Sur de Madrid, su féretro yace bajo esta lápida: "Concepción González Onrubia 14-12-1981/1-9-2007". El nombre que tanto le hizo sufrir.
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